martes, 19 de marzo de 2013
QUE SE ACABA.... TIERRA DE GIGANTES
¡Que se acaba… Que se acaba…la religión! Pregonaba un carnicero por las tierras del Arlanza cuando llegaba a las plazas de los pueblos. Como aquí el fútbol es filosofía y religión, también a nosotros se nos acababa la competición y se nos antojaba la última gesta en aquella tierra de gigantes -al cruzar Mambrillas de Lara se nos apareció un dinosaurio entre los enebros-. Era el último partido del Trofeo de la Diputación de Burgos, naturalmente del grupo B –porque no había C-, y jugábamos contra el último de la tabla en uno de los pueblos de la Demanda: Campolara.
Será por la tensión previa a los encuentros –nos dijimos-, pero fue pisar el campo y sentir que alguien, allá desde el picón de Lara, entre las Mamblas y el Mencilla nevados, nos vigilaba. La verdad es que empezamos mal. Recién hundidos los zapatos en los charcos del césped el delegado del equipo anfitrión, los albinegros de Mambrillas de Lara, nos señaló el vestuario del equipo visitante: el cementerio. Sí, el cementerio de la localidad, un recinto tapiado donde reinaba el orden, la paz y hacia donde nuestros jugadores, que venían a la guerra, desfilaron en comitiva. Antes de entrar, no sin mostrar un rictus de desconfianza, los jugadores se miraron con recelo y se detuvieron frente a la caseta de autopsias. Si lo que pretendían era amedrentarnos, pensamos, hemos de reconocer que acertaron de pleno con el escenario: sogas recostadas por las paredes, palas, picos y algunos aperos de labranza que yacían como cadáveres embalsamados, como tributo a la generosidad de aquellas tierras altas. En el suelo se amontonaban sacos de cal; y nos preguntamos si servirían para tirar líneas, para tatuar nuestros cuerpos, o para hacernos desaparecer tras la batalla –pensamos en las camisolas verdes del C.D. Quintanilla del Agua, allí mancilladas y tiznadas, como el césped, por tajos blancos. El entrenador y los jugadores argüían con singular épica y, envalentonados, por fin, aquella tarde se decidían a escribir la última epopeya. Los atletas se fueron desnudando prestos a una vivisección, como si se tratase de una clase de ciencias. Se calzaron con tacos afilados como cuchillos y se enfundaron las espinilleras –eso sí, con cinta aislante de color verde hierba, que los colores son los colores-. De improviso apareció el forense. Vestía camisola amarillo limón y, de sopetón, sentenció: ¡Dios es mudo! ¡No quiero ni una palabra en el campo! Gritó el árbitro a nuestros jugadores llevándose la mano al bolsillo...
Llegó el descanso y regresamos, de nuevo, hacia el cementerio, en cortejo y cabizbajos. El entrenador bramaba: ¡idiota, cretino! ¡Prefiero que nos incineren a que nos entierren, y ambas cosas a tener que aguantar a este cuervo! La verdad es que los silencios del árbitro no eran fáciles de entender. El pájaro, que esta vez no vestía de negro, revoloteaba por el campo, se zambullía en el barro como un gorrión y estorbaba a los jugadores: Manuel, un jugador de altura de nuestro equipo tuvo que amonestarle porque le estorbaba cada vez que controlaba el esférico. Nos estaba pitando un ser pusilánime que se comportaba como una clara de huevo, resbaladizo y frío, como el campo, como la nieve de los aledaños. Eso sí, tenía gran capacidad de compasión pues no sacó ni una tarjeta. Sentenciaba como un objeto inanimado, paralizado, como el balón cuando tocaba el suelo, con gestos sencillos. Vamos, de oídas.
En fin que, aquella tarde, el fútbol nos despertó las pasiones más atávicas. Creo que continuamos el partido más por despecho hacia el colegiado que por deportividad.
Únicamente la pasión te lleva a los campos de fútbol. Los aficionados del C.D. Quintanilla somos pocos: una enamorada de un jugador y otro seguidor,taciturno, que en el descanso se entretuvo en reflexionar asomado a la puerta del cementerio. Los epitafios le miraban y, enfrente, vio el de una mujer de 105 años que había fallecido en 2006. ¡Se nos va a hacer largo este partido! –pensó-. Estamos jugando a la retaguardia y, aún así, perdemos tres a cero. Ummm…
El tiempo se acababa y los locales se pavoneaban de sus aciertos. Se mascaba la tragedia y los porteros tiritaban ateridos del frío y del miedo. Darío, nuestro guardameta, nos confesó que él no sentía angustia por el juicio final, ni por el resultado del partido; que lo que no soportaba era sufrir la actuación de aquel espantapájaros. Pero al poco de comenzar la segunda parte llegó un remate espectacular de Dani “Hans”. Y otro gol de Tomás, quien acertó, agonizante, con la hazaña de meter el balón en la portería. Lo celebró como si hubiera cazado un león. ¡Estábamos en el partido!
Aunque ya dijo Tolstoi que cada familia era infeliz a su manera… Y la nuestra no podía luchar contra la tradición: perder. Eso sí, con el mérito de ser contra el último. Ni el gol postrero de Susi consiguió que recobrásemos el aliento. “Hans”, un jugador de recursos, además de la pantomima y el dramatismo, fue el primero en retirarse, cojeando, de la contienda. Después, Jairo. Empapado en el barro fue atendido en aquel Instituto Forense improvisado. Sí, sin exagerar. También hubo lances sucios, sí; para no desentonar con el barro, como cuando Javi, el portero reconvertido a delantero centro, lanzó una patada a un charco y cegó al portero rival. Hasta David perdió entre el barrizal su santa paciencia. A punto estuvo de ver la única tarjeta del partido. Israel, en el ejercicio propio de su cargo de capitán, en un último intento por salvar el naufragio, detuvo a tiempo la mano del infausto árbitro.
Amanecía la noche en el picón de Lara y el campo se llenaba de las sombras de aquellos guerreros que se habían dejado la gloria entre los charcos.
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